Debrayes
Gastronómicos del Kaskep (Piloto)
Es un cliché picahielo eso de hablar del clima, sobre todo
en Mérida, donde ya se sabe de qué va el asunto. Aunque hoy más que nunca
debería ser tema de sobremesa y verdadera discusión y conciencia para el futuro
del pobrecito planeta. Y es que era la una todavía del medio día y cualquier
figura retórica para referirme al calor se quedaría corta, muy corta. Era
jueves y sin oponer resistencia hubiera muerto de hambre pero no de sed.
Caminando por el Centro decidí entrar en un lugar que llamó mi atención por lo
relajado y un tanto nice de su ambiente: Vida Catrina.
Tomé asiento en una sombra de la terraza al aire libre y jan
pedí una cerveza. Nomás di el primer y largo sorbo sentí que se me aflojó el
mastique y de inmediato corrí al baño. No caben eufemismos cuando lo que quiero
decir es que cagué a toda madre, pues el baño del restaurante se hallaba
pulcro, bien iluminado y con todo en su debido lugar y estado. Encantado, volví
a mi posición de honor en la agradable sombra, lograda por un techito de bambú
y un práctico acrílico encima, que permite que la brisa fresca haga todo lo que
puede contra el calor que presume todo mundo.
Al mirar el menú es casi obligado inclinarse por lo que
lleva parte del nombre del lugar, es decir, las Catrinas. Las hay de cuatro o
cinco variedades pero su chiste es que se trata de algo parecido a una torta a
base de un pan, especialidad de la casa, elaborado con hierbas y queso de bola.
Por sugerencia del mesero, de quien hay que decir se portó de plácemes conmigo
a pesar de mi cabeza de lec delatora de mi oriundez del Mayab (ok, este párrafo
no es momento para debrayar sobre la discriminación que sufrimos los horribles huiros
yucatecos en la tierra nuestra) pedí la Catrina de arrachera.
Una delicia resultó la jugosa carne dentro del mencionado
pan complementado con tomate, zanahoria, lechuga y cebolla morada, todo
finamente rebanado, en compañía de papas fritas y un aderezo de no sé qué pero
bastante rico. Entre bocado y sorbo el azul del cielo, más el verde de las
plantas trepadoras y el blanco pedregoso en las paredes me miraban con envidia
que no podían disimular. Y yo, desde mi rincón podía mirar el alboroto de la
calle 59, así como al payaso que sube y baja de los camiones trabajando y a los
otros que van y vienen haciendo lo suyo y que por obra y encanto de la Vida
Catrina se vuelven un tanto ajenos.
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